Los someros charcos sobre el asfalto aún húmedo en su totalidad reflejan la punta de los edificios, solitarios cables, frondosas ramas y los rostros de ensimismadas personas que difícilmente volverán a verse. Un ligero vapor de agua se eleva suavemente hacia el cielo ahora claro mientras el resplandeciente e intenso sol regresa para sublimar vivos colores cerúleos en la bóveda algodonada y suaves aromas que distraen y llaman.
Ya es medio día y la gente discurre entre las distintas calles aderezadas de edificios y construcciones de eclécticos estilos. Cerca, un palacio dedicado a las artes compuesto por una plétora de ellos, bizantino, renacentista, neobarroco, neoindigenista, nouveau y déco; a su lado, un inmenso banco con dragones en sus arbotantes y en contra esquina, el edificio moderno que se preciaba de ser el más alto del país y de Latinoamérica, acompañando una casa decorada con flores reales y otras en los azulejos de sus paredes exteriores. En dirección contraria, una alameda repleta de comerciantes que pueden proveer desde un dulce hasta la adivinación del futuro, crean el marco para un paseo entre árboles y música de cilindro, para encontrar después una de las avenidas más hermosas del mundo.
Cada paso internado en este valle ofrece posibilidades distintas plagadas de glorietas, hoteles, restaurantes y comercios esparcidos en un amplio lugar donde todo es velozmente lento, donde un diálogo de extravagantes bancas diseñadas por no menos número de manos invitan a sentarse y escapar de la vorágine, del pulso incesante de un lugar vivo, a dar un paso lateral para contemplar el ir y venir de aves y autos, de camiones rojos y verdes que transportan sueños que son y no son de aquí, aspiraciones y deseos que jamás podrán ser negados, unidos a torres empresariales donde, desde nuevos edificios, observan los negociadores del mundo un paisaje con diversas elevaciones y formas, tonos y energías, desde oficinas vanguardistas situadas a más de cuarenta pisos de altura, se decide parte del destino económico, social y cultural del resto de la orbe, oteando al abogado, taquero, albañil y político, o al bolero que se sabe la vida de media ciudad y que la otra mitad inventa, justo a la hora en que las construcciones de piedra, acero, cristal y cemento se vacían para que fuera de ellos se reúnan comidas, personas y relatos. Restaurantes lujosos y cafés lounge atraen a tantos como los puestos callejeros con exóticos guisados que dan un sustento lleno de especias y chile, de humeantes y burbujeantes líquidos tras los cuales se renuevan las actividades que jamás cesaron.
Porque la ciudad es todo y nada al mismo tiempo. Sacia, provoca y alimenta heterogéneas pasiones. Tras calmar hambre y sed con platillos que vienen desde India, China, Turquía, Francia, España, Argentina y Arabia; Puebla, Yucatán Veracruz y Guerrero, pisas el exacto lugar donde cabalgaron personas cuyo valor y decisiones cortaron grilletes, cadenas y cartuchos que cerraron y abrieron capítulos en el libro de aconteceres de un pueblo que ha visto de primera mano los cambios sociales más radicales. Una independencia y una revolución pagadas con la invaluable moneda de la sangre y sostenidas por el orgullo y tenacidad de un lugar que no se rinde ni descansa, a menos que sea fin de semana, claro, y que otorga pocos momentos en los que puedes separarte del eterno circular. Ver plazas donde tres culturas se unen en un solo sitio, donde la actual, la cultura del hoy, polivalente y equidistante, se extiende imperiosa mientras permanece inamovible, como los muchos templos sociales, religiosos y culturales que se niegan a verse erosionados por el voraz apetito de la inconsciencia o la inclemencia del vendaval del cambio, pero que permiten verse permeados por este último para aprovecharlo y construir nuevas maravillas, concatenando ayer, hoy y mañana en obras magnificentes que reclaman su justo lugar en el mundo moderno.
La luz natural de nuestra estrella más cercana cede su lugar a la incandescencia artificial y de astros distantes y silentes. Anulando la opción de permanecer anquilosado e inmóvil en casa y cama, la fugaz noche invita al desmadre, sin importar el día que sea. Se trata de reunirse en un bar y beber una cerveza obscura mientras la música de la banda en vivo genera atmósferas y recuerdos que desentonados sacas de tu ronco pecho y que tu pie marca, aunque vaya a destiempo. Y a pesar de que en gustos se rompan géneros, todos terminan abrazados al son del mariachi en una plaza donde corren las rancheras, la algarabía y la melancolía del recuerdo de un amor que no pudo ser. El sombrero de charro queda perfecto en la cabeza y la garganta suavizada con ardiente tequila, grita que hasta los hombres saben llorar. Y se llora también porque el chile en la comida es ubicuo y se sirve prácticamente sobre cualquier cosa que pueda considerarse combustible humano, aligerado con cucarachas, desarmadores y rusos negros, todos ellos pertenecientes a la curiosa dieta que puede beberse, pero que no todos tienen el valor para hacerlo.
Ya es de madrugada y el ritmo de los tololoches, trompetas y violines se ha cambiado por un puesto de alimentos que nunca cierra, donde altos ejecutivos, obreros, artistas, contadores y empresarios se reúnen con barrenderos, abogados, programadores, diseñadores, intelectuales y comerciantes y se ven como iguales. Y lo son, mientras la salsa y las tortillas se van agotando sin llegar a desaparecer porque aquí, donde come uno, comen ocho, y los sacos y abrigos cubren las antes descubiertas espaldas de las chicas que provocaban suspiros al dejar ver piel que más hermosa no hay, y se cruzan miradas con el rabillo del ojo y surgen preguntas que sólo a esas horas pueden formularse.
Se aglomeran completos desconocidos y se hacen compadres en menos de cinco minutos, sea cual sea la hora, acostados encima de mantas tendidas sobre húmedo pasto recién cortado y que se extiende por kilómetros, vigilados por frondosos gigantes enramados que protegen y refrescan con su sombra, mientras niños corren detrás de balones y son estrellas del deporte; o están parados frente a las brasas de ardiente carbón a dos pasos de su recinto ocupacional, frente al cristal, la lámina y el maíz, entre comentarios de la alza en la Bolsa de Valores o el trato recién cerrado con el exportador que llevará su producto a rincones donde la lengua es distinta… pero la de este taco está muy sabrosa; o salen del mismo concierto, y “mejor que esa banda nadie toca” —a menos que sean los que vienen el mes que entra, “a ellos sí que nadie les gana”, y los que estuvieron hace dos semanas hicieron vibrar y saltar a todos y prometieron volver porque aquí nadie aplaude o canta más fuerte—, aunque alguien no pudo ir a escucharlos porque estaba en la inauguración de la exposición artística del amigo del vecino de su hermana y que ahora también es su amigo, y en dos semanas estará dando una conferencia en uno de tantos museos que no recuerdas exactamente cuál, pero crees que es el que está frente a un castillo; o quizás es el que está rodeado por pulidos jardines, o aquél en cuyas salas se han mostrado, colgadas en lisas paredes, o descansando en pedestales, las más importantes vanguardias artísticas, y las obras de personas con inquietudes nuevas, residentes y recién llegadas, que son eco de las que siempre se han sentido y que ahora impregnan las prístinas paredes, saliéndose de los cuadros y libres de pedestales para contagiar las estructuras mismas, desatándose en destellos de pensamientos y diálogos silentes que tejen a cada instante una nueva historia.
Historia indeleble que se escribe continuamente entre amplias pancartas y anuncios que van desde banderas arco iris hasta miles de personas vestidas de blanco, unidas y reunidas con un motivo, orgullosas, libres en su voluntad de dejar claro un mensaje. Celebran la diversidad tolerante y la libertad de expresar sus creencias, pensamientos y sentimientos; donde las ideas de construcción de un mejor porvenir se reúnen y pasan de boca en boca, de los callosos, cansados y arrugados dedos de uno, a la suave, pequeña e inocente mano de otra, como un caramelo multicolor acompañado del silbido de melodiosas aves que se posan en tupidas ramas que cubren las aceras con hojas y flores que se les desprenden, como un rugoso pliego de papel perforado cuyos festivos motivos se acompañan del son de los ritmos musicales que se han arraigado en los oídos y llegan de los recovecos del mundo.
Así, encontrando fugas de jazz, reggae, rock y boleros, heterogéneos nuevos folclores, fusionados y procesados por creativas mentes que se destilan en animadas charlas dentro de un tianguis que concentra la hermosa y minuciosamente elaborada artesanía de barro negro, de cerámica transformada en platones y diversos objetos de latón y cobre. Entre los pliegues de los coloridos y floreados vestidos típicos, se cuelan las canastas con tradicionales dulces de amaranto, fruta cristalizada, obleas con semillas y leche quemada, diminutas y finas volutas y puntos de cajitas y baúles de madera, los fantásticos y multiformes alebrijes y guitarras que entonarán sones, cumbias, salsas, música de banda, norteñas y huarachas; que poco tienen que ver con los huaraches que cubren pies y que también ahí se venden, cerca de los que se pueden comer.
Al bailar, con huaraches o no, los hombres absortos al tomar por el talle a las hermosas mujeres, forjan lazos de comunión que terminan en un simple “hasta luego”, aunque en algunos casos terminan en “sí, acepto”, para formar familias que deciden permanecer y crecer entre los vidrios y las historias de esta inmensa mancha urbana que por las noches se cubre por una sábana de diamantes y joyas. Diluirse entre ellas es ejercicio común, pero no corriente, ya que incluso si se sabe cuál es el destino, el laberinto de luces y su vertiginoso resplandor puede hacer que en vez de llegar a un billar lo que se sienta bajo los pies sea aserrín, y sobre la cabeza un sombrero. O bien pueden terminar en un café gourmet donde la música relajante enmarca conversaciones y miradas furtivas que viajan de mesa a mesa.
Cuando la luz artificial da paso a la natural y el cielo regresa al cian, el viento matinal transporta al rocío y el sueño vence vigilias, millones de azoteas cubren espacios donde florecen nuevos fervores y luminiscencias, mientras los patios y aulas de escuelas, desde maternal hasta doctorados, se llenan de gente con hambre y anhelos, voluntades y retos que sólo se interrumpen o amplían cuando llega la brevísima pausa del mediodía citadino y la gente sale una vez más a cargadas calles que nunca se vaciaron.
Los someros charcos sobre el asfalto aún húmedo parcialmente reflejan la punta de los edificios, solitarios cables, frondosas ramas y los rostros de ensimismadas personas que difícilmente volverán a verse… la cara de uno es la de todos, todos tenemos la misma faz, así que nos encontramos con nosotros mismos día a día, rozamos nuestros hombros, tocamos nuestras manos. A pesar de haber nacido aquí o no, al pisar los charcos sobre el asfalto y cruzar calzadas, paseos, parques y avenidas, al viajar en grandes gusanos mecánicos, al contemplarla al ras del suelo o desde un quinto piso, al internarnos en sus venas, al viajar bajo ella, por ella o sobre ella, al habitarla y respirarla, aunque sea brevemente o por toda la vida, todos la hacemos, todos somos la Ciudad de México.
rodävlas
lunes, 2 de febrero de 2009
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