-¿Estás bien?- dijo el anciano al pequeño que sobaba sus rodillas con manos llenas de polvo. Sus raídos pantalones cortos le habían brindado poca protección contra el piso y su rodilla derecha dejaba brotar un poco de sangre. –Pudiste haberte enterrado una varilla- continuó el viejo, ya con un aire más tranquilo y paternal.
-Sólo me duelen un poco las rodillas, señor- respondió el niño de los pantalones cortos en cuyos ojos asomaban dos lágrimas reprimidas por hacerse el fuerte (más por pena) ante el desconocido.
-¿Qué haces jugando aquí? Sabes que es peligroso y los niños no deberían acercarse aún al muro, hijo. Vete con tus amigos a jugar a otro lugar- agregó el anciano, cuyo tupido bigote se movía en conjunto a sus pobladas cejas, en una blanca danza que, de no ser por el ardor de la cortada y la vergüenza, le habrían parecido muy cómicos al jovencito que jugaba con unos 5 ó 6 amigos suyos.
-Mis papás están allá, platicando, así que vinimos a jugar aquí- justificó. -¿Usted qué hace aquí si también puede lastimarse? Ya está viejito-
El anciano sonrió ampliamente y acarició la mejilla del niño de los pantalones cortos, cuando su cálida mano se alejó de su cara, las arrugas que adornaban como leyendas inenarrables su rostro se hicieron más profundas y su gesto se tornó melancólico al voltear hacia uno de los huecos rectangulares recién abiertos por hambrientos martillos, picos y manos. Casi sin pensar, más como un suspiro, dejó escapar -tenía que venir, ella podría estar aquí-
-¿Ella quién?-
Por respuesta, el niño de los pantalones cortos sólo obtuvo una sonrisa más, mezclada con clara tristeza, pero, sobre todo, con la inconfundible traza de la esperanza reflejada en la cuenca de sus labios.
El niño de los pantalones cortos se encogió de hombros al escuchar los gritos de sus amigos llamándole, saludó con la mano al anciano en señal de despedida y se mezcló con la multitud que gritaba y cantaba jubilosa.
Lenta y trabajosamente, el anciano subió y bajó por escombros de muro e ideas. Avanzando poco a poco volteaba constantemente al suelo para afirmar su paso. Se detuvo brevemente y recogió con su mano izquierda un pequeño pedazo de cemento agrietado, dio un par de pasos más y recogió otro con la derecha. Se detuvo un minuto, un para siempre, y los observó con detenimiento, juntándolos. Ambos eran, fundamentalmente, iguales.
Poco a poco, el anciano también se volvió uno entre tantos, continuando con su lento andar hacia el otro lado del muro.
No más fronteras.
lunes, 9 de noviembre de 2009
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