Hace unos días la NASA comprobó que existe agua en la Luna. Las reacciones de conocidos y navegantes de la red han sido variadas, mezcladas con los sentimientos antigriegos y de crítica a su programa espacial y los millones de dólares que gasta en misiones que, según muchos, carecen de trascendencia en el panorama actual de la humanidad.
Los estadounidenses no son los únicos que resultan vituperados en su afán de investigación y conquista de lo que está más allá de nuestra atmósfera. El programa espacial de la era soviética fue parte de la carrera armamentista de la guerra fría, con resultados tanto más como menos espectaculares para su orgullo (finalmente fueron los primeros en colocar un satélite orbital y lograr al primer cosmonauta). Los chinos, japoneses y europeos se han sumado, de manera más reciente, al desarrollo de tecnologías que lleven al ser humano cada vez más lejos en el océano de materia obscura que nos rodea, sin salvarse tampoco de críticas por ello.
Por otro lado, la presencia del sector privado en este ámbito ha beneficiado, hasta ahora, a la exploración del cosmos.
Si bien las críticas hacia las inversiones en este sector tienen fundamentos válidos como el hambre y pobreza mundial, dejan de lado un aspecto vital del ser humano que lo ha llevado de la mano hasta donde está hoy, el deseo de explorar lo desconocido, de adentrarse en terreno inhóspito cognoscible únicamente a través del valor y arrojo del explorador.
¿De qué nos sirve el gasto en la Estación Espacial Internacional? ¿La investigación de nuevas tecnologías para llevar y mantener vida en la Luna y otros planetas y satélites del sistema solar y más allá del mismo? ¿Traer piedritas del espacio y crear espejos gigantes para tomarle fotos a galaxias que quién sabe si sigan ahí? ¿Llevar gusanos y frijoles a pasear en órbita? ¿Arriesgar la vida en un vehículo setentero para pasear por el gélido espacio en un traje incómodo?
Muchos olvidan fácilmente que tecnología desarrollada para el espacio se ha convertido en artículos que usamos en nuestra vida diaria y la hacen más funcional, segura y entretenida; olvidan también que el ser humano aún se encuentra en una adolescencia como especie, y que, sin riesgo de sonar melodramático, pendemos de un hilo en cuanto a nuestra supervivencia y permanencia refiere.
Podemos comparar al ser humano como un nefasto virus que ha ido carcomiendo poco a poco los recursos de su hogar, contaminándolo, destruyéndolo y modificándolo a su antojo. De extinguirse los limitados bienes que podemos extraer de nuestro planeta, ¿a qué lugar recurriremos para continuar? Haber hallado agua en nuestro satélite nos da esa respuesta de manera inequívoca.
La búsqueda y hallazgo de una atmósfera viable, agua, metales y minerales en la Luna, Marte, Europa (el satélite, no el continente), asteroides, etc. que puedan permitir el establecimiento de colonias humanas temporales y después permanentes en estos lugares son el siguiente paso (junto con la exploración marina en nuestro planeta) en la historia de los viajes del ser humano. Somos entes curiosos que debemos llegar cada vez más lejos y más responsablemente.
Nada de esto implica descuidar lo que ocurre aquí en casa, ni que pensemos en la Tierra como algo desechable. Tenemos que aprender conforme avanzamos, en espera de que nuestro conocimiento, compasión e inteligencia nos conviertan en habitantes responsables de Gaia y el Universo. Llegar hasta los confines de este último, como viajeros pacíficos, es prácticamente un deber.
lunes, 16 de noviembre de 2009
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